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De maestres, de ortografía, errores, control y poder

María Luisa Silva (mlsilva@conicet.gov.ar)

CIIPME- CONICET – Universidad de Buenos Aires – Universidad del Salvador

 

No hace mucho tiempo en la televisión argentina no podías ver maestros. 

No podías ver maestros enseñando. 

No obstante veías maestros, casi cotidianamente, en los noticieros: frente a la cámara denunciando el robo a una escuela,  marchando por sus compañeres asesinades por una explosión) , contándote la hazaña de enseñar en una escuela sin ventanas en pleno invierno o marchando con sus guardapolvos en la calle o, en el mejor de los casos, el excepcional, viajando para participar en el concurso del “Maestro del año.

En la actualidad podes ver, una, mil, millones de veces a una maestra escribiendo “hervívoro” o “sepillo” en lugar de “herbívoro” y de “cepillo”.

Lo viste hasta el cansancio: en los noticieros, en las redes, en los mensajes de tus amigues, en fotos, en las notas de los diarios. Esa situación fue la oportunidad para que especialistas discurrieran extensamente sobre la formación docente, o el incremento de las faltas de ortografía, o la selección poco cuidada  de docentes para un programa educativo en la televisión pública.

Nadie se privó de juzgar, de condenar, de exhibir el error haciendo gala de cierto saber. 

Pero ¿cuáles son las características del saber del que “hacen gala”?

Vayamos por el primero: el saber ortográfico. 

La ortografía, hoy norma, ayer fue arte.

Posiblemente esa acepción resulte la más adecuada para el conocimiento ortográfico. ¿Por qué? Porque supone una actividad cognitiva muy compleja, de carácter secundario, una metacognición. Solo puede haber ortografía cuando ya nos hemos alfabetizado, cuando hemos adquirido experticia y hemos automatizado la relación convencional de nuestro sistema de escritura; en este caso la relación entre un grupo de representaciones de los sonidos de nuestra lengua oral y los caracteres gráficos -representaciones también- del sistema de escritura.  

La complejidad y dificultad de los procesos cognitivos y sociales que entraña el dominio de la ortografía ha llevado que, a lo largo de la historia educativa, su enseñanza resultara un problema de abordaje complejo pero a la vez, imprescindible para la escuela. ¿Cómo la escuela podría validar su título de” institución destinada a formar individuos en un Estado moderno” si no puede garantizar mínimamente que sus egresados “respeten ciertas normas” (A. M. Chartier y J. Hebrard, Discursos sobre la lectura (1880-1980), Barcelona, Gedisa, 1994)? Posiblemente la norma más asequible para controlar es aquella que los individuos deben exhibir al escribir, pues el dominio de la lectura y de la escritura es una de las bases estructurales del Estado moderno. La escritura en un estado moderno ya no posee los atavíos de la religión sino los de la ciudadanía (G. Cardona, Antropología de la escritura, Barcelona, Gedisa, 1994). Esto supone que los administradores deben controlar el grado en que los ciudadanos dominan las sutilezas de la estabilidad del sistema… de escritura. 

Esa credencial se podría y debería pedir a todos, todes, todas. 

Ahora, ¿por qué controlar la ortografía? Posiblemente porque sea uno de los aspectos más asequibles, difícilmente otros individuos “expertos” puedan ser jueces de normas más complejas, sintácticas (como por ejemplo la correlación verbal entre oraciones principales y subordinadas ) o semánticas (como por ejemplo  la introducción adecuada de conectores) o retórico-discursivas (como por ejemplo la complejidad de la progresión temática al exponer argumentos).

De esta forma todos aquellos que hemos transcurrido por la escuela podríamos ser verdugos de todo aquel que osara escribir en un espacio público o privado impudicias como “hervívoro”.

En síntesis, primera característica del saber que engalana al ciudadano que domina la ortografía: es un sujeto escolarizado, con una credencial que indica cierto grado de automatización de su escritura. Segunda característica: la relación entre quien acredita y certifica y quien es “evaluado” es una relación asimétrica. Una relación de control que, como toda relación de control, evidencia engranajes de un sistema de poder 

Como bien señala Michel Foucault en La arqueología del saber, los engranajes de las maquinarias de poder se sueldan en procesos socio-históricos y políticos. 

La norma ortográfica no está exenta de ese cariz. Nuestros próceres solían ser eximios estrategas, aunque se empecinaran en no escribir adecuadamente palabras simples como “hija”. Sucede que hacia el siglo XIX la inestabilidad del español admitía que hasta los gramáticos ostentaran fallos a la norma ortográfica o, como bien saben los estudiosos de la literatura, anécdotas como la de José Hernández (que exigía que el corrector puliera sus textos antes de publicarlos) no son escasas. 

Por otro lado, desde el punto de vista cognitivo, la resolución ortográfica evidencia los tipos de procesos de cognición que los sujetos utilizan para resolver un problema, usualmente las “estrategias”.  Las didácticas son metodología de enseñanza que procuran generalizar “estrategias”; en el caso de la ortografía las pugnas didácticas oscilan entre las didácticas mnemotécnicas o las que propugnan la “duda” ortográfica como una instancia para introducir la reflexión y la sistematización (ver propuestas de A. Camps, M. Milian, M. Bigas, M. Camps y P. Cabré, La enseñanza de la ortografía, Barcelona, Grao, 2007, frente a M. Martínez Sánchez, Manual de Ortografía, Madrid: Akal 2003). No obstante, aunque se proclamen polares, ambas metodologías resuelven la dificultad a partir de la analogía. En el caso de la didáctica “constructivista”, la duda es solo el primer eslabón en la estrategia.  Luego de la duda, una solución es a partir del razonamiento analógico.  Por ello los fallos también son evidencia de las estrategias de resolución. La resolución ante un error podía parafrasearse en términos cotidianos con estas palabras: “¿Cómo podría escribir una palabra que no conozco? ¡Pues, muy sencillo …a partir de otras palabras cuya ortografía (relación entre representaciones fonológicas y grafemáticas)  ya domines”. Así si “se lava” se escribe con “s”, lo más probable es que “se” siempre se escriba con “s”; si la regla indica que “ívoro, ívora” se escribe con “´v” seguramente la terminación “vívoro” resulte una complejización de “ívoro”, y entonces se escribe con “v”. 

Llegando a este punto es ineludible el pensar que todos podemos caer en la impudicia de exhibir nuestra inestabilidad ortográfica. Posiblemente existan palabras cuya frecuencia sea tan baja que incluso hasta un escritor y lector profesional (por ejemplo quien esto escribe) se encuentre ante la exhibición de una credencial tachada en rojo.

Obviamente estos razonamientos son especulaciones de este escriba… posiblemente parte de la belleza y el aroma encantador de la escritura devenga también de la variedad de modos y tiempos en que los seres humanos automatizamos, estabilizamos y nos adecuamos a las convencionalidades del sistema. Para muchos esos modos llegan a ser incluso una segunda naturaleza, una identidad. 

En síntesis: en la ortografía, como en todos los fenómenos de la lengua, se intersectan instancias complejas, que suponen dinámicas que incluyen procesos de control social, procesos de normalización histórico-políticos y procesos individuales de desarrollo cognitivo e identitario. 

En virtud de la complejidad que supone el conocimiento ortográfico resulta por demás extraño que los censores acérrimos de los maestros, verdugos impiadosos del quehacer docente en los medios, hayan sido los periodistas.

Los periodistas son los profesionales que debieran dominar la norma, pues eso es parte de su trabajo: exhibir credenciales para el público conocimiento. Los maestros, a diferencia de los periodistas, exhiben credenciales en el aula, ante sus alumnos o ante las autoridades al escribir un discurso o al redactar un documento (muchas veces más semejante a un formulario que a un escrito). Los periodistas, en cambio, viven de exhibir las credenciales ante adultos y todo el tiempo. Cabe señalar que el oficio de periodista nació y floreció a partir de la prensa escrita, solo hacia la tercera década del siglo XX la prensa comenzó a ser oral. 

Ahora, ¿quién no ha leído en los medios electrónicos o impresos fallos ortográficos más que severos? ¿Por qué instituciones que han elaborado “Manuales de estilo” no reciben condena por los varios, sucesivos, actos de impudicia ortográfica? Así como resulta infrecuente ver a docentes enseñando  en los medios audiovisuales, no resulta extraño ver cómo los encabezados o bajadas de las noticias ostentan quiebres a la norma ortográfica, incluso a estabilidades ortográficas “simples”: las equis suelen transformarse en  “sc” o “s” o “c”, algo similar ocurre con “bv” que alterna entre de “b”, “v”…aunque es bueno decirlo nunca, nunca, nunca ha llegado a ser “bb”. 

Pero pareciera que las tachaduras de las credenciales de los censores no causan el  mismo escándalo, o al menos, escándalos de la magnitud como el que originan los errores  de otros individuos, como, por ejemplo, los docentes.

 Entonces, atendiendo a la complejidad, a la constante inestabilidad cabe interrogarse, ante el fallo ortográfico que ha causado semejante controversia: ¿es realmente el fallo lo que ha causado tal nivel  de escándalo? 

¿Escandaliza tanto el error? ¿O lo que escandaliza es que un grupo de docentes asuma la responsabilidad profesional de exhibirse ante un público por demás extenso? 

Acordemos que un estudio de televisión no es un aula. Ese docente no actúa. Simula una dinámica, la típica de su ejercicio cotidiano en un espacio que procura reconstruirlo. Ahí aparecerá con su cara, su cuerpo, su saber, sus movimientos más o menos torpes y la cadencia de su habla para ayudar a chiques que no conoce, en un contexto de pandemia. Acordemos que este contexto socio-histórico particular que procura reconstruir una práctica amorosa y esperanzada en otro ámbito se sitúa en una conflictiva coyuntura política. ¿Por qué califico así la tarea docente? No a título de romantizar o elogiar vanamente la labor, sino porque, como bien han señalado los pedagogos, quien decide enseñar es porque ama y cree en el futuro. Un futuro que hoy se configura desde ámbitos por demás desafiantes para el aprendizaje formal: ¿cuántos niñes que están viendo ese programa pueden atender sin interrupciones? ¿Cuántos de elles se sientan frente a la pantalla con su cuaderno, sus útiles, en una mesa, sin ruidos, con luces adecuadas? ¿Cuántos de eses niñes podrán querer aprender sin conocer y querer a esa seño? ¿Cómo harán para dejarle cartitas, pedacitos de turrón en los bolsillos? ¿Cómo harán para aprender sin recibir el beso en la cabeza o el pícaro “¿otra vez, Sánchez? ¿podemos dejar esa regla”? 

Seguramente las docentes que están frente a las cámaras lo saben pero, pese a los resguardos y temores, se han puesto el guardapolvo y miran a eso, que es un lente y nunca una mirada, y tratan de recrear aprendizajes. 

Seguramente esas maestras del “hervívoro” o “sepillo” volvieron a ponerse el delantal, después de las redes y del escarnio. Porque es mucho más que el estrado del verdugo la certeza de que el pibe que puede poner ese programa necesita de la escuela, del maestre, de jugar a ser compañero de esos alumnos- adultos- actores- conductores.

  A modo de cierre, y retomando el enclave de la construcción de ciudadanía que se forja en las aulas, me pregunto, ¿qué dispositivos se han articulado para que no dudemos en sancionar tan duramente a un maestre que sale a capear el temporal, mientras que naturalizamos que otros actores públicos elogien las “atractividades” de nuestra República o que en los medios se subvierta la relación fonema- grafema del español? ¿Qué nos pasa, como ciudadanos, para que no podemos valorar el esfuerzo y la entrega y optemos por condenar a un par mientras a, nuestro lado, aquellos que debieran ser las varas normativas ostentan paupérrimas credenciales? 

¿Por qué somos más proclives a blandir el hacha antes de pensar en empuñar la azada? 

  Detuvieron los corceles, bajaron de los carros

Y dejando las armaduras en el fértil suelo

se pararon muy cerca los unos de los otros

                                                        Ilíada, canto III 

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