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El español, lengua (minorizada) de la ciencia

 

Pablo Von Stecher (pablovonstecher@gmail.com)

Instituto de Lingüística, UBA – Conicet

 

Una recurrencia habitual en la caracterización del lenguaje científico como riguroso, impersonal y con pretensiones de objetividad fue contraponerlo a los artificios propios del lenguaje literario, abundante en usos figurados, metáforas y esteticismos. El contraste entre letras y ciencia también fue transitado a la hora de pensar las manifestaciones de nuestra lengua, en tanto su trascendental acervo literario (desde el portentoso Siglo de Oro español a la suntuosidad y el refinamiento modernistas de Rubén Darío) no parece encontrar un correlato análogo en las producciones científicas. Tal partición no era ingenua, ya que le reconocía al español la posibilidad de la creación artística, pero le negaba en cambio un sitio de primacía entre las lenguas que pugnaban en la carrera hacia el desarrollo y el conocimiento científico. 

¿Cómo pensar hoy, desde América Latina, una posible descripción del español como lengua de la ciencia? ¿Debe limitarse a las producciones científicas escritas en español o puede abarcar los trabajos que miles de hispanohablantes deciden publicar en otros idiomas? ¿Hay lenguas que permiten una formulación más precisa del saber científico? 

Hacia fines del siglo XIX, el médico y escritor español Santiago Ramón y Cajal (Premio Nobel de Medicina en 1906) recomendaba a sus alumnos y colegas el conocimiento y la utilización de lenguas extranjeras (el alemán, el inglés, el francés e, incluso, el italiano, en este orden de jerarquía) en congresos y publicaciones. En su ensayo Reglas y consejos sobre investigación biológica (1897), sostenía que la limitada producción científica en español había determinado su desconocimiento entre los eruditos del mundo y su lugar vacante entre las “lenguas sabias”. Al menos hasta la década de 1930 primó en Occidente un modelo plurilingüe en comunicaciones científicas que remitía, en términos generales, al uso del alemán en ciencias médicas, exactas y naturales, al inglés en áreas de la economía y la geología, y al francés en derecho y ciencia política. Pero, para Ramón y Cajal, el relegamiento del español en la ciencia también se debía a la tendencia de los españoles al uso de un lenguaje recargado de recursos retóricos, galas e hipérboles que habría generado que los científicos extranjeros tomaran a sus colegas hispanohablantes como “poetas” o “soñadores”, poco aptos para estudiar racionalmente un problema y para comunicarlo de manera sobria, ordenada y sin afectaciones. 

A lo largo del siglo XX, algunos científicos se interesaron por empoderar al español como lengua de la ciencia. El ingeniero e inventor cantábrico, Leonardo Torres Quevedo lideró, en el marco del Congreso Científico Internacional Americano realizado en Buenos Aires (1910), la creación de una Unión Internacional Hispanoamericana de Bibliografía y Tecnología Científicas que tenía como propósitos: controlar la presencia dominante de terminología extranjera en las comunicaciones científicas en español, gestionar la incorporación de esta lengua a las utilizadas en congresos internacionales (entonces, alemán, francés e inglés) y conformar un Diccionario Tecnológico Hispanoamericano desde el cual unificar, organizar y depurar el vocabulario especializado de una lengua hablada en tantos y tan distintos espacios. Sin embargo, por dificultades administrativas, el glosario, iniciado en 1926, se interrumpiría cuatro años después sin lograr concluir la letra “a”, en una marcha agónica y breve que llegaba a “arquibuteo” como último término definido.

A comienzos de la década de 1930, el médico argentino Bernardo Houssay reprochaba a sus colegas sudamericanos el uso de un lenguaje marcado por frases sonoras e imágenes brillantes, de la misma manera que lo había hecho Ramón y Cajal con sus compatriotas. Más allá de estas críticas, Houssay advirtió la importancia de conformar un proyecto científico regional en Latinoamérica. Este proyecto -compartido, entre otros, por el fisiólogo mexicano José Joaquín Izquierdo, interesado en fomentar el intercambio universitario entre los países de habla española- postulaba la “lengua común” como el elemento unificador para pensar un progreso conjunto. En 1936, al disertar como representante latinoamericano del Tercer Centenario de la Universidad de Harvard, Houssay (Premio Nobel de Fisiología en 1948) haría una apuesta fuerte al afirmar al español y al portugués como lenguas científicas, en un discurso en el que invitaba a los investigadores estadounidenses a aprender y a utilizar estos idiomas en las exposiciones que efectuasen en sus visitas a los distintos países americanos.

El cuestionamiento a la tendencia de los científicos hispanohablantes de publicar sus hallazgos exclusivamente en lenguas extranjeras fue una advertencia recurrente en los escritos del médico español Pío del Río Hortega, antes y después de fijar a la Argentina como su lugar de exilio (1938) en el marco de la Guerra Civil Española. El efecto de esta tendencia era el aumento no sólo de la bibliografía, sino también del prestigio que estas lenguas ostentaban en congresos y academias y, con ello, la consecuente postergación del español. Si la preocupación era la difusión internacional de las contribuciones, entendía Río Hortega, entonces era suficiente adjuntar al manuscrito en español un resumen en inglés o alemán que puntualizara el descubrimiento específico, sus pruebas objetivas y sus conclusiones. Asimismo, les advertía a los científicos hispanoamericanos que al publicar en lenguas extranjeras, las naciones europeas tendían a adjudicarse las producciones efectuadas en sus idiomas, así como les reclamaba mayor asociación y colaboración con los españoles con el fin de que la producción científica en lengua española fuera cada vez más rica y copiosa. 

En estos años, otro científico español exiliado en Sudamérica, el geólogo José Royo Gómez, formularía un programa para la cátedra de Geología en la Universidad Nacional de Colombia (1939), en el que alertaba sobre la presencia profusa de extranjerismos y barbarismos en escritos geológicos colombianos y venezolanos, y sobre el desconocimiento de la terminología especializada en español en la región, consecuencia de la incidencia de estudios geológicos hechos por científicos extranjeros (ingleses, alemanes y franceses). Hay que decir también que en estas intervenciones de los españoles en nuestra región, no deja de advertirse una mirada purista sobre la lengua, así como cierta nostalgia por la reconstitución de la cartografía colonial, tentativas que parecían desconocer que América Latina contaba por entonces con espacios más dinámicos y modernos que la propia península. 

Hacia la segunda mitad del siglo XX se empieza a consolidar el cambio del modelo plurilingüe en materia científica por otro monolingüe determinado por la hegemonía del inglés, modelo que no responde a una superioridad lingüística basada en prioridades intelectuales, léxicas o culturales intrínsecas, sino que es uno de los efectos de la supremacía político-económica asumida por los Estados Unidos hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces y bajo la premisa de la difusión internacional y la expansión de diálogos y repercusiones, ha ido aumentando sostenidamente hacia las últimas décadas el número de investigadores hispanohablantes que publican sus trabajos en revistas internacionales en inglés, fenómeno que redunda en la minorización lingüística del español en el ámbito científico. La minorización lingüística –es decir, la limitación de las funciones y de los ámbitos de circulación de una lengua– se potencia en este caso por la valorización positiva de escritos en inglés, propia de los criterios con los que son evaluados los investigadores y sus producciones por las instituciones científico-académicas. Una manifestación actual de este relegamiento en la Argentina queda expuesto no sólo en el aumento de revistas especializadas en el área de ciencias exactas, naturales y sus aplicaciones que se publican íntegramente en inglés (al menos diez, en la actualidad), sino también en las recurrentes advertencias en normativas y directrices para autores sobre la presencia de términos, estructuras y expresiones provenientes de esta lengua en los artículos en español. Estas intromisiones, además de alterar una escritura medianamente correcta, irrumpen contra la producción de neologismos y términos especializados en nuestra lengua.

Si hacia 1900 el lugar relegado del español en la ciencia se medía por las escasas producciones desde espacios hispanohablantes, el problema actual es justamente que algunas de las más importantes contribuciones efectuadas por los investigadores que tienen al español como lengua principal se difunden y circulan en inglés, al menos en el ámbito de las “ciencias duras”.

Aunque durante el siglo XX hubo algunos gestos de interés para impulsar al español en comunicaciones científicas, no fueron acompañados por políticas lingüísticas o regulaciones específicas. Sólo hacia los últimos años pueden leerse, por ejemplo en la Argentina, a través de resoluciones oficiales del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y del Ministerio de Educación en niveles superiores, algunas iniciativas de valorización del español como lengua de producción científica tanto en revistas de ciencias sociales y humanísticas categorizadas en portales regionales como en la escritura de tesis de Maestrías y Doctorados. De manera menos regularizada también puede advertirse, paralelamente a la edición de revistas locales de ciencias exactas y naturales locales en lengua inglesa, el crecimiento de publicaciones bilingües (español e inglés) que, sin negar el lugar destacado de este idioma para la difusión internacional de los hallazgos, advierten la importancia de la comunicación en español para facilitar su acceso en el auditorio local o regional, así como valorizan la lengua principal del investigador como el mejor recurso con el que podrá formular, argumentar y comunicar sus ideas.

Para retomar y concluir el punto nuestro punto de partida, nos interesa destacar que si bien durante mucho tiempo se describió al lenguaje científico restrictivo de figuras asociadas a la retórica o a la ficción literaria, numerosos estudios actuales han corroborado el modo en que la metáfora, por caso, se constituye como un recurso explicativo fecundo e irremplazable en géneros de investigación y divulgación, así como han confirmado el modo en que el investigador deja necesariamente huellas de su subjetividad en las distintas secciones de sus artículos. Por supuesto, el problema del español en la ciencia no es intrínseco de la lengua –no hay idiomas superiores a otros para comunicar tales o cuales actividades– ni de sus usuarios. En todo caso, el desafío frente a la minorización del español como lengua científica se inscribe en la conformación de políticas lingüísticas nacionales y regionales y en el llamado a la reflexión a las instituciones científico-académicas del continente que reproducen estándares de producción y evaluación formulados por las potencias científicas y, con ello, perpetúan las representaciones que vinculan la calidad y el prestigio de los artículos con la lengua en que fueron formulados.

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