En las reflexiones que los propios hablantes del castellano chileno hacen hoy sobre su forma de hablar, el concepto de chilenismo ocupa un lugar muy importante, pues se entrelaza en una serie de representaciones y actitudes acerca del dialecto local de la lengua castellana, que a su vez se remontan a los comienzos de la formación de la nación y de la identidad nacional en el siglo XIX.
No me refiero al concepto de chilenismo en su sentido especializado y corriente en las ciencias del lenguaje, tal como lo definió, por ejemplo, Ambrosio Rabanales ya a mediados del siglo XX (Introducción al estudio del español de Chile: determinación del concepto de chilenismo, Santiago de Chile, Universidad de Chile, 1953): “toda expresión oral, escrita o somatolálica originada en Chile desde cualquier punto de vista gramatical, por los chilenos que hablan el español como lengua propia o por los extranjeros residentes que han asimilado el español de Chile”. Me refiero, más bien, al uso “común”, a la manera en que los no especialistas emplean la palabra chilenismo, lo que en cierta tradición podríamos llamar la versión “folk” del término.
Por supuesto que ambos sentidos tienen varios puntos comunes y se relacionan históricamente. Es sabido que lo que en un momento se considera conocimiento “científico” acerca del lenguaje bien puede llegar a transformarse con el paso del tiempo en el “sentido común” del no especialista. Este último es el que luego predominará en los escenarios lingüístico-ideológicos, independientemente de que las ciencias del lenguaje puedan haber tomado distancia respecto de su definición anterior.
En el Chile hispanohablante de hoy, cuando los no especialistas hablan de chilenismo a menudo piensan valorativamente acerca de las particularidades dialectales chilenas, particularidades que suelen quedar circunscritas al léxico. De este modo, uno de los sentidos más habituales de chilenismo podría parafrasearse como ‘uso léxico que transgrede los parámetros de corrección idiomática’.
A modo de ilustración, en las encuestas del capítulo chileno del proyecto de investigación LIAS (Linguistic Identity and Attitudes in Spanish-speaking Latin America, Universidad de Bergen, 2009-2014), algunos participantes señalaban que “hablar correctamente” pasa por “no utilizar tantos chilenismos”; “hablar modulando bien y sin tanto chilenismo […] para entendernos”; “hablar neutro, sin chilenismos […] de modo que alguien de otro país entienda, para que haya un punto de encuentro en el español”. El ideal del entendimiento, de la comprensión, y la amenaza que representa el chilenismo en relación con esto, son recurrentes en estos discursos.
Igualmente, cuando los participantes, que eran todos de la capital chilena, argumentaban por qué encontraban que la forma de hablar de la Región Metropolitana era mejor que la de las demás regiones, aducían que “no usamos tantos chilenismos”, entre otras cosas. Correspondientemente, cuando justificaban su valoración negativa de otras formas de hablar dentro del país, les atribuían usar “muchos chilenismos”.
Otro concepto que habitualmente va de la mano con el de chilenismo es el de grosería o garabato (como es más común decir en Chile), que contribuye a la negativización del primero por su valoración socialmente negativa (mala educación). Así, es común encontrar en la prensa chilena ejemplos como los siguientes: “Javi C. soltó un chilenismo”, “La tensión lo llevó a que se le escapara un chilenismo”, “Mañalich se excusa en persona por chilenismo”, en los que la combinatoria léxica (soltar uno, escapársele uno a alguien, o excusarse por él) da cuenta claramente de dicha imbricación.
En otro estudio más reciente (proyecto Ideologías lingüísticas sobre el español entre los actores sociales de la asignatura de Lenguaje y Comunicación en Chile, IBJGM - U. de Chile, 2014-2015), enfocado en las ideologías y actitudes lingüísticas corrientes en las comunidades educativas de Santiago, pudimos también encontrar datos que refuerzan lo anterior. Un profesor de lengua española, entrevistado acerca de la gestión glotopolítica de micronivel que él ejecutaba en el aula, señalaba: “uno tiende como a corregir si es que no pronunció bien la palabra completamente, o si de repente le sale algún chilenismo o modismo o qué sé yo”.
En fin: en los estudios referidos, nuestro equipo pudo apreciar un sustrato actitudinal negativo implicado en el uso corriente del concepto de chilenismo. La índole valorativa de este término no es nueva, sino que, como dije, se remonta a los discursos acerca de la lengua española que circularon en el siglo XIX chileno.
La lengua castellana fue un asunto auténticamente político en el contexto de las independencias hispanoamericanas: por un lado, representaba un vínculo con España (continuidad); por el otro, una posibilidad de emancipación cultural (ruptura). No tardaron en gestarse debates lingüísticos-ideológicos en torno a este problema, entre personajes como Andrés Bello y Domingo F. Sarmiento. Entre las posturas que ante la variación del castellano adoptaron los intelectuales americanos de la época, en Chile predominó una visión más bien conservadora, afín a los modelos culturales racionalistas acerca de la estandarización, cuyo más claro representante es Bello. Las ideas de inspiración romántica no prosperaron en el medio cultural de las élites chilenas, que se caracterizó en general por la búsqueda afanosa del orden en el progreso, de la continuidad dentro del cambio.
La visión de Bello y sus epígonos (su ideología lingüística, digamos) corresponde más o menos a lo que James y Lesley Milroy (Authority in Language: Investigating Standard English, Londres, Routledge, 1999) han llamado la ideología de la lengua estándar, que supone como situación deseable la homogeneidad lingüística. Para Andrés Bello y otros, el punto de comparación era la variedad de los hablantes cultos, que se suponía convergente en torno a los modelos literarios castellanos codificados a través de la acción de la Real Academia Española. Con esta selección, se introducía una jerarquización valorativa entre las variedades dialectales de la lengua castellana, de acuerdo con su mayor o menor ajuste a ese estándar. El castellano vernáculo chileno se alejaba notablemente de ese ideal (en cuestiones como el consonantismo innovador, así como en el léxico), de modo que fue objeto de actitudes negativas de manera generalizada durante el siglo XIX.
Uno de los frentes donde con más frecuencia se manifestó la ideología del estándar fue en la lexicografía, en los “diccionarios de chilenismos”, precisamente. Estos diccionarios no pretendían meramente describir los usos léxicos dialectales del castellano chileno, sino más bien exhibirlos con un afán de censura y de prescripción idiomática. Junto con señalar el error, indicaban cuál era la variante “correcta”, que normalmente era la variante usada en España y respaldada por la Academia Española.
Por ejemplo, en el Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez, de 1875, se puede ver también que se entiende el chilenismo como algo específicamente léxico, por ejemplo cuando dice sobre abutagarse y abutagado que “no son chilenismos, sino muestras palpables del descuido con que miramos cuanto atañe a la recta pronunciación de las palabras”, es decir, son meras variantes de pronunciación de abotagarse y abotagado (que son “lo que manda el Diccionario”).
En el mismo autor, encontramos una de las manifestaciones discursivas más reveladoras de la valoración predominantemente negativa del chilenismo. Dice, a propósito de destajo: “Entiéndase, en consecuencia, que se comete un chilenismo cuando se emplea aquél para indicar la porción de frutas, legumbres u otros artículos de uso doméstico que se compran sin pesar, contar ni medir”. Al combinar chilenismo con el verbo cometer, Rodríguez activa los dominios cognitivos del delito y del pecado, es decir, de las conductas reprobables, a las cuales queda asimilada la del chilenismo.
En otro segmento de esta misma obra, Rodríguez dice: “Ramo de flores, por ramillete, parece a primera vista un chilenismo, pues los diccionarios no lo traen en esa acepción. Empero, si nuestra práctica no aparece autorizada por la Academia, lo está por el ejemplo de muy correctos escritores”. Acá se puede ver cómo la condición de chilenismo atribuida a “nuestra práctica” es refutada por el hecho de que los escritores (los cultos por antonomasia) lo hayan usado. La impresión que da es que la calificación de chilenismo es en principio una afrenta, para Rodríguez afortunadamente desmentida. Es decir, “nuestra práctica” es chilenismo y está mal cuando introduce variación, pero no lo es si concuerda con el modelo estándar y se ajusta a la homogeneidad del idioma.
En fin, estos son solo algunos de los ejemplos que pueden entresacarse de los discursos metalingüísticos de la época, y que muestran las relaciones entre la concepción del chilenismo que se cristalizó en el siglo XIX chileno y aquella corriente en el Chile hispanohablante de hoy.
Debo advertir que, en este breve texto, he simplificado un poco la situación. Tanto en el XIX como en la fecha actual existen matices respecto de la valoración negativa del chilenismo, aunque hoy más que ayer. Sin embargo, lo que he mostrado representa la tendencia más general, que considero significativa por ilustrar la relativa inmovilidad de las ideologías lingüísticas enla historia de la cultura hispanohablante chilena de los últimos 200 años.